dimecres, de novembre 10, 2010



9.XI.10


De pequeño mi madre me decía que el niño Jesús lloraba sangre cada vez que decía una mentira.

Yo le creía a pies juntillas, pues una madre nunca miente. Si ella decía que el niño Jesús lloraba sangre por mis pecados quería decir que el niño Jesús soltaba borbotones de sangre ennegrecida cada vez que yo decía que me había comido las judías, cuando en realidad había tirado las últimas cucharadas que me quedaban al perro porque tenía ganas de vomitar. El problema era que el concepto de creer a pies juntillas en mi caso era un eufemismo, pues cada vez que una pequeña mentirijilla se escapaba entre mis labios infantiles sentía el remordimiento atroz de haberle vaciado un poco más el cuerpo al niño Jesús de flujos vitales. Para mí, él era una especie de organismo cuyo único objetivo ven la vida era ser una máquina de sacar sangre para hacerme sentir culpable.

Obviamente, odiaba al niño Jesús. Lo odiaba tanto como podía, haciendo fuerza y cerrando los ojos. Lo odiaba todo lo que puede odiar visceralmente un niño. Para mí, poco imbuido en los santos sacramentos, el niño jesus era parecido al empollón de mi clase, que sacaba siempre un Progresa Adecuadamente en todas las asignaturas de sus boletines trimestrales. Seguramente, el niño Jesús llevaba gafas y sacaba excelentes. Seguramente tampoco tenía amigos, pero yo íntimamente me regozijaba pensando que se lo merecía. Jódete, yo tengo amigos y tu lloras sangre: ¿quién gana ahora? Le solía decir al aire, por si me oía. Ahí te quedes, Jesusuito de mi vida, con tus Progresa Adecuadamente y tus borbotones de sangre.

Como entenderéis, aunque secretamente me rebelaba contra el poder establecido del Jesusito de mi vida, le tenía un pánico tremendo. Peor fue cuando mi madre me dijo que ese mismo Jesús – sí, el empollón de las gafas – lo veía todo. Eso me hizo entrar, en mi tierna edad de los siete años, en una especie de psicosis propia de los espías de las películas. Ya no podía mentir, no podía robarle el bocadillo al compañero; Jesús me vigilaba. Ahora lo imaginaba siempre mirándome reprobadormaente desde la oscuridad que hay detrás de las puertas.

Esa etapa fue pero aún que la de los borbotones; dejé de ser capaz de darle la espalda a las puertas, siempre perseguido por unos ojos vigilantes. De noche, creía que él estaba tumbado debajo de mi cama, apuntando en las hojas de cálculo de la libreta que llevaba consigo siempre todas las maldades que había hecho durante el día.

Morder a mi compañero de pupitre.

Decirle tonta a la profesora.

Sacarle la lengua a mi madre cuando no me miraba.

Robar una galleta del armario.

Hacer pis en la ducha.

Pecados gravísimos que me conducirían a la perdición, según mi lógica interna, asumida gracias a las enseñanzas de mi madre. Sin duda él, ese odioso niño, me estaba siguiendo por todas partes, haciendo un maravilloso y estable puente con todas mis malas acciones, directo a la puerta del infierno. Casi podía oír su repsiración de noche, su apenas disimulada carcajada de regocijo y el rasgar del bolígrafo en el papel.
 
Entenderéis también que desde que supe que me observaba me dedicase a abrir todas las puertas dando golpe, por si un día le pillaba desprevenido y le aplastaba.



De El hombre atado a una corbata (barra del bar)
Del NaNoWriMo