dimecres, de novembre 10, 2010

9.XI.10

Vio, como en una película en blanco y negro, las frías losas de las comisarías, las que nunca se secaban. Pacientemente, los funcionarios del estado se encargaban de regarlas día a día para que no perdieran su textura y su color. Si las tocabas, las losas de piedras frías gemían de dolor. Si no hubiese sabido cual era el demoníaco perfil de los funcionarios, casi habría podido decir que lo hacían con el amor y la dedicación de un jardinero, que ama sus flores. Pero no eran flores sino losas carnívoras, alimentadas con tesón, como si de animals salvajes se trataran. Recordó el dolor y recordó el miedo, sintió desesperación y deseo de huir corriendo. Era la necesidad animal la que le empujaba a ponerse a salvo, a escapar del recuerdo, a desembarazarse de aquel olor a herrumbre y muerte, a gasas inútiles, a balas de acero, a costurones de médicos y a miembros descompuestos.

Sintió terror y se aferró a la mesa de mármol del bar hasta que los nudillos palidecieron por el esfuerzo. Miró a su viejo amigo, herido en el pecho, y sintió un pánico viejo, un pánico que se le aferraba al pecho como un niño hambriento. Se sintió ahogado en esa sangre que no paraba de manar, una sangre que era su propia sangre en el cuerpo de su amigo, la sangre compuesta por el terror de tanta gente y el dolor de miles más. Una sangre que era un grito, que salía a borbotones del pecho del amado amigo, que latía con fuerza en el corazón que se moría segundo a segundo sin pausa ni paciencia, se salía de él con la violencia de una muerte prematura.

Su amigo se estaba muriendo a su lado y no podía hacer nada, como no había podido hacerlo con tantos otros. Sintió rabia, una rabia infinita, vacía de razones o de lógica, cargada de gritos desesperados. Una rabia enmudecida aplastada con la práctica de años de experiencia ocultando el dolor. En su vida, el dolor también estaba de luto porque había muerto, porque nadie podía lucirlo por miedo a más dolor. Nadie vivía con pena porque también estaba prohibida, una autoimposición para protegerse. Revivió los días en los que debía andar por la calle, seguir una rutina, cxomprar el pan yu aparentar ser feliz aunque él tan solo sintiese en sí mismo un lago de tristeza. Aunque los miembros no le respondiesen, siempre debía seguir.

Seguir para evitar ser perseguido.

Seguir para ahuyentar las pesadillas de la pena.

Seguir para que los muertos no fuesen en vano.

Seguir para que algún día el hecho de mostrar la pena también pudiese ser un motivo de alegría.

De El último hombre del exilio interior (mesa 3)