
Hoy tengo un cuento para ti.
Abre los ojos y cierra la boca, que vas a beber por las orejas el cuento que siempre quisite escuchar. O, al menos, eso desearía.
Había una vez un dolor profundo que dormía en tu interior. Cada mañana se desperezaba al compás de las primeras respiraciones, se estiraba como un gato y bostezaba. Te abrazaba el pecho como un niño que reclama atención, se colaba por tu garganta y su voz era tu llanto. No te dejaba respirar, se disolvia en tu pena como el café de las ocho, y tu, agitando la cucharilla en la taza para ver si se podia diluir.
Había una vez un recuerdo roto que se empeñaba en hacer de tripas corazón y reconstruirse, que se negaba a aceptar sus cortes y sus rasgaduras. Se pasaba las noches recosiéndose la piel, reconstruyendo sus músculos con la esperanza de que todo fuera mentira y, al despertar a la mañana siguiente, se diera cuenta de que todo había cambiado. Con la esperanza de volver a ser como antes. Pero ya no es ayer.
Había una vez un grito potente anidado en una boca llena de rabia. Sonaba algo así como los aullidos de los trenes que parten entre las montañas, como una bandada de pájaros, que se levanta como cuando agitas las sábanas, como un alud del hielo de los Polos. Pero era un grito triste porque no se convencía a ver mundo, no se atrvía a salir e, impaciente, esperaba su oportunidad para estallar contra el viento. Soñaba ser bala, quería ser remolino del desierto.
Había una vez, también, una niña. Pequeña como las agujas de coser, tenaz como las pinzas de tender la ropa. Era delicada como un vaso de agua en la Vía Layetana a las nueve de la mañana, tan sensible que escuchaba hasta la rotación de los astros. Pero era dura, tanto como ella quisiera, tan fuerte como el tiempo le había enseñado.
Y yo la quería. Así de simple. Se me metió un día por el hojal del pecho y se quedó allí, acurrucada, en algún rincón, hasta el momento. Era así porque ella era como era, espectadora de muchos de mis teatros, orejas cuando le cuento que quiero volar lejos, música cuando necesito viento, un cuento contado con las mejores realidades y deseos que puedo encontrar.
Pero a veces se rompe. De vez en cuando me la encuentro sentada en el suelo esperando que se calme el dolor del corazón, que se reconstruya su piel y sus adentros y pueda seguir andando, que le estalle el grito y golpee todo aquello que desearía tanto odiar y que, a veces, no puede. Porque ama, ama hasta morirse, quiere con todas sus fuerzas, ante todo, sobre todo, lo que tiene alrededor.
A veces me siento afortunada por estar dentro de esas cosas. Me quiere a su manera, la quiero a mi modo y no puedo comprender que todos no se enamoren de ella cuando la veo llegar, con su guitarra o sus letras, o cuando el humo se le escapa entre los labios. Mancha el humo de belleza y no puede ser que la gente esté tan ciega para no verlo.
Por eso, compadezco los que no me entiendan, los que no sean capaces de comprender esta forma de vida. Cualquiera que la hiera, que le haga daño, que diga que la aprecia y que en cambio la lastime no merece mirarla. Porque es preciosa, no es perfecta pero se acerca sospechosamente a aquello que te puede hacer feliz.
Y si ellos no son capaces de verlo, me da pena pensar en la materia desaprobechada en sus cuerpos.
Debemos ser felices, buscar ser rosas de los vientos y no veletas. Necesitamos más vientos del desierto y tardes mirando la ciudad.
Todo cambio es a mejor, no lo dudes más, pequeña.
Un beso tan grande como el sol,
Laura.
Anais, Te quiero.
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