3.XI.10
Yo nací en una tierra donde los olivos levantaban sus ramas hacia el sol y celebraban el cielo azul y el viento agitando sus hojas verdes, plateadas. Vengo de una tierra roja cuarteada por el sol y surcada con las manos y con la fuerza del trabajo. A veces las nubes se enredaban en las copas cuando recogíamos la oliva, haciendo nudos blancos de algodón, y los jornaleros teníamos que azotarlas con varas para poder seguir trabajando. Si subías con las cabras al cerro veías las montañas peinadas de olivares y pensaba que la virgen las peinaba al llegar la primavera, aseándolas para los trabajadores del campo. Los valles en verano eran amarillos por las hierbas secas y rojos por los terrones de tierra, con algunas rocas porosas y grises plantadas aquí y allá. Hollábamos canales sacándole brazos al río y este corría frío desde las coronas de las montañas.
A veces el cielo fruncía el ceño y nos arrojaba las tormentas, aunque los mayores que conocía siempre decían que eran una bendición. Por eso me alegraba de verlas venir desde el cuello del valle, lejanas y enojadas, creando cortinas de agua que te impedían ver, más allá, los pueblos. Cuando llovía yo solía cerrar los ojos para notar el calor de la tierra, el que te sube por las plantas de los pies y te hace crecer raíces en vez de dedos. Escuchaba el viento y las canciones que traía desde lejos, hablando de rayos y centellas, de truenos y relámpagos.
¿Habéis descansado alguna vez debajo de un olivo? ¿Habéis acariciado su corteza rugosa como si fuese un animal vivo? ¿Y las hojas? ¿Alguna vez las tomasteis entre los dedos como si fuese el más delicado de los tesoros? ¿las volteasteis para ver como de un verde intenso pasaban a la plata de la luz del sol? ¿las habéis visto recortadas contra un cielo ancho y azul? Mi tierra tiene los cielos más anchos e intensos que nunca podréis ver. Te llenan los ojos de luz. Son una bendición.
Mi madre, de pequeño, me decía que si tenía cualquier problema, que le rogara al cielo para pedirle clemencia. Ella, siempre vestida de negro, solía arrodillarse en el suelo para rezar por nosotros. Yo creía que le pedía favores a ese cielo inmenso que se colaba por el ventanuco de su habitación, el que nos daba buenas cosechas o nos castigaba con el frío y la nieve en invierno. Con los años entendí que ella rogaba a un Dios que me es ajeno, pero aún así, a pesar de los rigores de mi vida, yo seguí orando al cielo azul de mi infancia, al cielo enrejado que se colaba entre las hojas de las olivas en verano.
Mas tarde, con el dolor de los años, pediría a los olivos que rogasen por mi.
El último superviviente del exilio interior (mesa dos)
de la novela del NaNoWriMo
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